En los últimos tiempos hemos hablado de nuevas formas de censura, o de una nueva intolerancia: se origina en los campus estadounidenses y británicos, pero se extiende también al medio periodístico y cultural. Entre los casos recientes están la retirada de Lo que el viento se llevó de la plataforma HBO, el rechazo de Hachette a publicar las memorias de Woody Allen en inglés, el despido del director de opinión del New York Times por publicar una tribuna controvertida, la renuncia de Bari Weiss en el mismo periódico o del conservador moderado Andrew Sullivan de New York Magazine o el despido por citar estudios científicos de David Shor.
Esta corriente propone la revisión de obras artísticas y de figuras del espacio público, se expande de manera más bien irregular a través de las redes sociales, y considera que la intransigencia es indicativa de virtud. En ocasiones la transgresión es un delito o algo que, de ser cierto, estaría castigado por la ley, pero muchas veces no es más que una opinión. Quien la expresa no debe publicar en un periódico o dar clase en una universidad, porque esa opinión es peligrosa y dañina. Es un fenómeno un poco amorfo, aunque implica la construcción de una atmósfera de homogeneidad que excluye al disidente. Seguimos teniendo el impulso censor clásico de la derecha y restricciones legales.
En España, el espacio de la libertad de expresión es más limitado que en Estados Unidos: ha habido casos como el linchamiento de María Frisa –al que contribuyó una prensa negligente– y el boicot a Pablo de Lora, por no hablar del ostracismo de los críticos al nacionalismo en Cataluña y el País Vasco, pero la gran amenaza a la libertad de expresión es la ley mordaza y la legislación antiterrorista. Esta corriente censora defiende la causa del progreso social. El filósofo británico John Gray habla de hiperliberalismo: no se entiende el liberalismo como un proyecto de coexistencia de visiones distintas –una especie de armazón–, sino como la imposición de unos valores correctos.
En muchas cosas, la nueva censura se parece a la vieja censura. Hay diferencias obvias: la primera es el control estatal, y precisamente esa es la razón por la que muchos dudan de la adecuación del término. En realidad, no siempre han sido o son los Estados quienes la ejercen, pero esta censura posmoderna tiene algo premoderno, porque prescinde del filtro y de los canales.
Las restricciones a la libertad de expresión se hacen en nombre del bien: muchos de quienes impulsaban prohibiciones religiosas o pretendían evitar que algunos libros llegaran a los jóvenes y especialmente a las mujeres tenían buenos propósitos. Una constante es proteger a los débiles.
Otro viejo conocido es el enfrentamiento generacional: los jóvenes son más partidarios de esta visión absolutista, y el activismo no solo sirve para imponer una nueva sensibilidad sino para ocupar puestos en las redacciones y las editoriales. Es posible que, como dicen algunos de sus críticos, el efecto sea más visible ahora, porque enfrenta a liberales e izquierdistas. Quizá esa exclusión era menos llamativa cuando quienes se quedaban fuera eran conservadores o reaccionarios. Asociamos los impulsos censores al conservadurismo, pero la historia de la izquierda también incluye numerosas restricciones a la libertad de expresión. En una frase: ¡quién pensaría que la izquierda obligaría a crear medios con espíritu de samidzat!
La discusión sobre la relación entre el arte y la moral tampoco es nueva, y no parece que vaya a agotarse nunca. Ian Buruma escribió en Letras Libres: «Si bien estilos e idiomas pueden ser descontaminados de manera satisfactoria, no sucede lo mismo con las obras de arte contaminadas. No podemos erradicar al Bleistein de Eliot o al KKK de Griffith con nuestros simples deseos. Seguirán contaminando a las obras maestras que los contienen.
Es una bendición que a estas alturas las obras de ese tipo sean bastante escasas. Pero deberíamos seguir prestándoles atención, no solo para reconocer las cualidades artísticas que hasta cierto punto las redimen, sino también para perfeccionar nuestra conciencia de que el genio artístico puede ser absolutamente compatible con algunas de las peores ideas». La lista es infinita y las gradaciones también: tendrías que ir caso por caso, pero estos movimientos explosivos tienden a rechazar esas sutilezas.
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